Podría limitarme a enumerar los logros que hacen que esta Copa de Europa sea única. La tercera seguida, primera ocasión que se consigue con el formato de Liga de Campeones. Cuatro Copas de Europa en cinco años. Cuatro Copas de Europa en cinco años de la era Messi, el Di Stefano culé. Primer equipo que gana en el mismo año la Copa de Europa de fútbol y baloncesto.
Solo con esto, la entrada está ya hecha. La dimensión de la hazaña es tal que quizá añadir más párrafos a la lacónica afirmación sea contraproducente, como esos escritores intensitos que fracasan a la hora de describir el sexo o un orgasmo poniéndolo todo perdido de adjetivos, tanto que al final la escena parece más una mantilla de encaje o algo grimoso antes que un polvo.
Tampoco podría desgranar mejor el partido que nuestros cronistas de guardia, que han vuelto a diseccionar todo con exquisita precisión. Yo puedo decir que estaba tranquilo al ver a Ramos en defensa y que lo de este hombre en las grandes citas es una cosa descomunal, sin arrugarse cuando los del Liverpool rascaban o ese cretino que responde al nombre de Mané le daba un puñetazo, momento hurtado por la realización; que un ciertamente errático Isco lo dio todo y su ausencia se notó a la hora de buscar ofrecimientos cuando se marchó; que Marcelo, Modric y el alemán son lo más parecido al maná centrocampístico por el que siempre ejecuté mis plegarias; que Benzema es un diletante talentoso, vago y contradictorio, insoportable para las personas íntegras 24/7 a las que les desespera su falta de ambición, y por eso lo quiero tanto, porque en cierta manera es como yo; que Cristiano y Bale son dos martillos pilones pero que demuestran que el Madrid no ha pasado por ellos como sí por sus compañeros, y es una pena; que Keylor no blocará en su vida un balón por alto pero creo que tampoco va a perder una eliminatoria a cambio, y no parece mal pacto; que Karius nos da pena porque somos buenas personas, pero cuando nuestro portero le regala el tercero a la Juve o se come por su palo el tiro de Kimmich, la crítica es a hacer sangre; que hace solo unas horas que tenemos trece, y a mí ya me están empezando a parecer pocas. Por eso esta mañana he estado empujando al equipo de baloncesto en su victoria ante el Iberostar Tenerife, en el play-off de cuartos de la liga.
Algunos considerarán una maldición que en el Madrid las cosas solo valgan un cuarto de hora. El eterno retorno nietzscheano en un club: nada importa de lo conseguido, sino lo que está por venir. Jugar a tumba abierta cada encuentro como si nada contase puede parecer una injusticia, pero, si lo pensamos bien, es un privilegio. La vida es una sucesión de renuncias y de momentos irreversibles que impiden los nuevos comienzos idénticos: la muerte de un familiar, la pérdida de una amistad, una ruptura amorosa, la marcha de casa de un hijo, la decadencia física del envejecimiento, o el diagnóstico de una enfermedad. Puntos de inflexión a partir de los cuales uno se reinventa, sí, pero ya nada es lo mismo. El Madrid desmiente esto. Para el Madrid no importan 10, 12, 13 o 14, porque a las pocas horas volvemos a la casilla de salida. Una inagotable bola extra: el inconformismo como zona de confort. El mejor antídoto contra el paso del tiempo.
Felicidades.