En la anterior entrega habíamos dejado al gobierno provisional tomando medidas reformistas desde el ejecutivo, pero ¿y el legislativo? En realidad, ni ese gobierno había pasado directamente por las urnas (la República se había proclamado tras unas elecciones municipales, como dijimos) ni existía una Constitución. De modo que, mientras los "provisionales" continuaban ejecutando medidas, se realizaron elecciones a Cortes constituyentes el 28 de junio de 1931, las cuales dieron un triunfo rotundo a la izquierda y, sobre todo, a la conjunción republicano-socialista (PSOE 117 escaños; radicales 94; radical-socialistas 58; ERC 26; ORGA de Casares Quiroga 21; la izquierda obtuvo 400 de los 470 escaños de las Cortes), de manera que el gobierno provisional quedó legitimado por las urnas.
El 29 de agosto, Luis Jiménez de Asúa (PSOE) presentó la primera redacción de la Constitución y se inició su discusión artículo por artículo. Se decidió que España "era una república democrática de trabajadores de toda clase" y, no sin enconados debates, "un estado integral compatible con la autonomía de los municipios y de las regiones". Los mayores escollos aparecieron en los artículos 26-27 y en el artículo 44. Los dos primeros en principio implicaban la disolución de las órdenes religiosas, y suscitaron una grave crisis que llevó a la dimisión de Alcalá Zamora y de Maura. Al final llegó a un acuerdo (gracias al poder de convicción de Don Manuel Azaña) para que la disolución solo afectase a la Compañía de Jesús, que, efectivamente, fue disuelta el 24 de enero de 1932 y sus bienes nacionalizados. Pero el artículo 26 también preveía que en el plazo de dos años el Estado debería deja de financiar a la Iglesia. José María Gil Robles, de quien hablaremos mucho a la largo de esta serie, pidió ya en aquellos momentos una revisión completa de la Constitución. Respecto al artículo 44, hubo asimismo grandísimas disensiones entre los constituyentes, pues los socialistas habían redactado el borrador en el que se contemplaba la posibilidad de expropiar propiedades privadas si así convenía al interés nacional. En el fondo, lo que estaba en discusión era la reforma agraria y la expropiación forzosa de las tierras incultas. Finalmente se llegó a un acuerdo más o menos favorable para los redactores del artículo.
Por fin, la Constitución fue aprobada el 9 de diciembre de 1931. Sin referéndum, por cierto. Se trataba de una carta democrática que consagraba la supremacía del poder legislativo y amparaba un sistema de economía mixta. Su contenido era fácilmente asumible por la mayoría de los partidos, pero no por los de obediencia católica, que veían en su laicismo un obstáculo insalvable. El 15 de diciembre se sustituyó al gobierno provisional por un nuevo ejecutivo que respetase con mayor proporcionalidad lo que había salido de las urnas el 28 de junio (hasta entonces el legislativo había estado redactando y discutiendo la carta magna y había dejado hacer a los "provisionales"). Niceto Alcalá Zamora fue elegido presidente de la República y Manuel Azaña fue confirmado como jefe de un nuevo gobierno con el apoyo de republicanos, socialistas y liberales, pero con el rechazo de monárquicos y católicos. El gran perdedor fue el jefe del Partido Radical, Alejandro Lerroux, que aspiraba al cargo de Azaña pero fue vetado por los socialistas, que consideraban a su partido como corrupto y acomodaticio. Desde entonces, el viejo "emperador del Paralelo" buscaría solo alianzas a su derecha.
Paralelamente a la redacción de la Constitución y la formación del nuevo gobierno de izquierdas se fue organizando la oposición. Los monárquicos alfonsinos se aglutinaron en torno a Acción Nacional (más tarde Acción Popular) en octubre del 31, aunque esta organización se dividiría en el 33 entre la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) del mentado Gil Robles y Renovación Española, donde pacían gentes como Antonio Goicoechea, Ramiro de Maeztu o José María Pemán. Por su parte, la Comunión Tradicionalista agrupaba a los monárquicos carlistas, y el fascismo, cuyas primeras manifestaciones en España fueron recogidas por dos revistas (La Gaceta literaria, de Giménez Caballero y La conquista del Estado, de Ledesma Ramos), constituyó las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS) en torno a Ledesma y Onésimo Redondo. Completarían el cuadro, ya en el 33 y el 34, Calvo Sotelo con su Bloque Nacional y José Antonio Primo de Rivera, Sánchez Mazas y Ruiz de Alda con Falange española.
Tras la proclamación de la República, los anarquistas se habían dividido entre los que preconizaban la línea sindicalista, como el caso de Ángel Pestaña o Joan Peiró, y los que constituían la FAI, como García Oliver o Buenaventura Durruti, partidarios de la lucha contra el Estado y de ejercer una irresistible presión huelguística sobre los gobiernos (la "gimnasia revolucionaria") que llevase, cuanto antes, a la revolución social. En el Congreso confederal celebrado en Madrid en junio del 31, los delegados de la FAI rechazaron toda colaboración con la conjunción republicano-socialista y con la UGT y emprendieron su camino hacia la revolución desencadenando revueltas insensatas como la insurrección que llevaron a cabo en enero de 1932 en la cuenca minera los ríos Llobregat y Cardener (Fígols, Berga, Sallent, Cardona, Súria y Manresa). Liquidada la proclamación del "comunismo libertario" en tres días por las fuerzas del ejército, el levantamiento solo sirvió para que todos los mineros en huelga fueran despedidos.
Pero los enemigos más peligrosos de la República eran, desde luego, los militares que conspiraban por dos vías. Una incluía a los generales Ponte y Orgaz y la otra estaba encabezada nada menos que por el jefe del Estado Mayor del Ejército, el general Goded. Ambas coincidían en que el general Sanjurjo, director de la Guardia Civil, era el hombre indicado para encabezar un golpe de estado. La ocasión para desencadenar el golpe la facilitaron dos cuestiones sensibles: los sucesos de Castilblanco y Arnedo y la discusión en Cortes del Estatuto de Cataluña.
Castilblanco era un pueblecito de Badajoz que, en los últimos días de diciembre de 1931, estaba en huelga. Al tratar de restablecer el orden público, un guardia civil disparó su arma y mató a un lugareño. La reacción de los paisanos fue linchar a cuatro números de la Guardia Civil. La espiral de violencia se puso en marcha y la Guardia Civil extremó sus rigores represivos en distintas localidades en huelga hasta que en un pueblo de La Rioja, Arnedo, hubo once muertos y treinta heridos, en lo que pareció una represalia por los guardias civiles muertos en Extremadura. Azaña llamó a Sanjurjo, le reprochó la acción de la Benemérita, lo destituyó del cargo y lo pasó a la inspección general de carabineros. Sanjurjo, que se había negado a defender a la monarquía en abril del 31 y esperaba un trato privilegiado, se sintió vejado y abrazó la vía conspirativa que dirigía Goded.
Seguiremos más adelante en próximas entregas. La información, datos y textos están sacados de libros como The crisis of Democracy in Spain, de Nigel Townson, La guerra civil española de Anthony Beevor, La República española y la guerra civil, de Gabriel Jackson, La Iglesia católica en España, 1875-2002, de Callahan.