Como si el dios del fútbol rechazara la idea de que el último derby en el estadio Vicente Calderón consistiera en un partido resuelto desde la solvencia, sin épica, las bolas del sorteo emparejaron una vez más al Real Madrid y al Atlético, regalándonos un episodio extra. Después de todo el sufrimiento, a posteriori podemos decir que ha merecido la pena con creces.
Espoleó Simeone a los suyos desde el comienzo, con una intensidad que había desbordado los cauces estrictamente deportivos. No me refiero tanto a la ristra de patadas que los colchoneros dieron como al estado de excitación febril que se cultivó en el entorno atlético durante toda la semana. Se impuso un aura tribal que sacó lo mejor (el tesón) y lo peor (las agresiones de la afición, suavizadas por la prensa con base en una superioridad moral injustificada). El equipo rojiblanco, llevado en volandas por su público y con una presión que pilló despistados a los defensas madridistas, se colocó 1-0 y encontró el campo cuesta abajo. La sucesión de desdicha y nervios culminó con un absurdo penalti de Varane, transformado (ilegalmente, si nos ponemos tiquismiquis) por Griezmann.
Con el estadio en un éxtasis enfervorecido, Isco pidió la pelota. Cosido a patadas, no se arredró, y a partir de las combinaciones con sus socios en la media (hoy Modric sí fue Modric), dio un poco de aire al Madrid. Marcelo estaba impreciso y Danilo suficiente tiene con no pifiarla. Ausente la profundidad que ofrecen habitualmente los laterales, los ataques blancos no eran sino una forma de defenderse en torno al balón. Atemperó la fuerza atlética, y lo peor para los merengues pasó. No empezaría a llover hasta mucho después, pero la tormenta comenzó en ese momento, con un rayo, de forma absolutamente inesperada.
Dijo Lucas hace unos días que Benzemá "es un verso libre que tiene un ejército de admiradores de su calidad técnica". Me pareció la mejor definición posible del francés, y su gol (lo marcó Isco, pero el gol es suyo) resultó absolutamente fiel a esa esencia. Una jugada individual, rocambolesca, en la que forzar el córner ya hubiera supuesto más premio del esperado. Benzemá avanzó como un equilibrista por la línea de cal, sorteando contrarios casi sin querer, como él hace las cosas, pasando del arrinconamiento ante tres defensas a la asistencia límpida para Kroos. El remache de Isco, ya digo, terminó siendo una anécdota, tras lo que acababa de acontecer.
El partido murió ahí, por más que luego hubiese ocasiones para ambos bandos. La foto del último derby quedó embellecida por una cortina de agua, bajo la cual Keylor se reivindicó, el centro del campo madridista racionalizó las pasiones y Gabriel el que se dejó perder en el Zaragoza mereció la expulsión unas doscientas dieciséis veces. El Calderón se despidió de Europa con su costumbre narcisista de cantar gustándose, ("no somos como vosotros"), atribuyéndose ridículamente una grandeza espiritual ajena a lo que sucede en el césped. Atrapados en su patética paradoja: presumir de humildad. Reducidos a un oxímoron.
Importa poco, desde luego, teniendo en cuenta los retos que nos quedan por delante a nosotros. La sombra de la Juventus en Cardiff es tenebrosa. Pero después de esta noche, se antoja más importante aún conseguir la Duodécima. Si el Madrid gana la Copa de Europa, la genialidad de Karim se igualará al taconazo de Redondo, como mínimo. Ambas jugadas, sobredosis de magia imprevisible, en el instante necesario. No, no lo pueden entender.