Sé que mi posición es minoritaria (un saludo, Nolte), pero no siento en absoluto enfado por los silbidos de anoche al himno de España. No me alteré lo más mínimo, sólo quería que empezara el partido. Aún diré más, si terminaran sancionando a quien pitó (algunos dicen que con la nueva Ley de Seguridad Ciudadana cabe la posibilidad de que alguien presente denuncia) me parecería un acto profundamente liberticida y tremendamente bochornoso. Y, sobre todo, desalentador. Y digo desalentador porque acabaría con la superioridad que tiene el Estado español sobre los nacionalismos periféricos. La defensa de la pitada al himno adquiere, pues, un carácter racional y enfatiza el nivel de autoridad moral de la razón frente a las pasiones.
En el año 89, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América defendió la constitucionalidad de la quema de banderas del país. Y lo hizo especificando que aquel trapo también acogía a quienes pretendían pervertirlo, en señal de no acatamiento. La libertad no se puede quemar, y el valor de la libertad está por encima de los símbolos. Esta posición, ya digo, ofrece una superioridad moral apabullante, retratando a cada uno, y al mismo tiempo marca las diferencias entre las diversas "naciones". Entre aquellas que son sólo depósitos de sentimentalidad y aquellas que trabajan en el ámbito de la ley. A nadie se le ocurriría silbar el himno vasco o el catalán, porque esas melodías únicamente reflejan meros sentimientos, y no un entramado institucional racional que los rubrique. Cada vez que los nacionalistas periféricos silban libremente el himno español y nadie se lo impide ni los sanciona, están subrayando su inferioridad de condición. La inferioridad frente a un Estado que, sabiéndose tal, está obligado a amparar la libertad de expresión y la diferencia.