viernes, 26 de noviembre de 2010

¿Por qué ser del Real Madrid?

    La pregunta del título tiene su miga. ¿Por qué ser del Real Madrid? Tratar de buscar explicación o justificaciones a algo tan trivial como es el fútbol (que a fin de cuentas, según la acertada definición de Valdano, no es más que una excusa para ser felices) parece bastante absurdo, cuando no una muestra fútil de onanismo intelectual. Pero, teniendo en cuenta  lo superfluo del asunto, un momento de reflexión puede resultar entretenido. Tomémoslo como un esparcimiento, un ejercicio de recreo, una forma de alimentar nuestro ego con argumentos que nos hagan creer que nos conocemos, aunque para ello tengamos que disfrazar las elucubraciones con un manto de razones de diversa índole, considerando como certezas algunas opiniones subjetivas. En definitiva, pasemos un buen rato buscando respuestas lógicas a una pregunta que difícilmente las tendrá.

   Vayamos en un principio a lo más pragmático: soy del Madrid porque gana. A una determinada edad, cuando se comienza a tener una cierta autonomía, elegimos nuestros colores deportivos (aquellos que los tengan). En ese momento, los éxitos de una escuadra constituyen un inevitable foco de atracción. El Madrid es el club que tiene más aficionados porque es el que más ha ganado, siempre y en todas las épocas, arrastrando consigo a la mayoría de la gente. Y esa influencia pasa de generación en generación, a no ser que el hijo, en un conato de rebeldía, “traicione” al padre para darle en los morros.

   No fue mi caso, pues yo continué con los gustos familiares (ya saben, una férrea educación). No obstante, me resisto a pensar que mi madridismo viene definido única y exclusivamente por los triunfos que tuviera mi equipo. Yo he vivido más victorias blaugranas que blancas, y no por ello he renunciado. Entonces… ¿qué más? ¿Qué encuentro en el Madrid de especial, que me haga tenerlo entre mis preferencias a pesar de su decadencia deportiva en los últimos años?

   Particularmente, hay tres cosas del Madrid que siempre me fascinaron, más allá de que la pelotita entrase o no. En primer lugar, su historia. Soy un enamorado de la historia, y la leyenda del Real Madrid sería equiparable en términos deportivos a los mayores imperios o conquistadores de todos los tiempos. Trofeos, duelos decisivos, remontadas, respeto y admiración de los rivales, el apodo de “los Vikingos” en The Guardian, los logros en Europa durante la época de la autarquía, grandes figuras que vistieron su camiseta, el espíritu del Bernabéu, tan torticeramente usado en estas últimas fechas…  A mi juicio, ningún club del mundo acumula tal cantidad de mística, lo que le confiere un componente romántico difícilmente igualable.

   Luego están los valores. Muchos dirán que otorgar intangibles a un equipo de fútbol es una patochada, pero ése fue siempre el sueño de Bernabéu. El presidente del bombín construyó una institución donde, a base de mano dura y una enfermiza obsesión por acatar las buenas costumbres, la imagen fue ligada, con equiparable importancia, a los éxitos deportivos. No todos los jugadores cumplieron al mismo nivel, y hubo manchas en el historial (cómo no), pero en general siempre se trató de mantener el honor y la entrega, como mínimo. Ahora, por desgracia, esto ha quedado en un segundo plano, lo que motiva en mí un cierto oprobio.

   Por último, el otro aspecto que contribuye a mi apoyo al Real Madrid es el antimadridismo existente. En este país cainita, donde la envidia es el pan nuestro de cada día, siempre hubo quien no soportó los éxitos del vecino. Pero últimamente, apoyada en la infame cohorte de voceros y papanatas que pululan como sanguijuelas alrededor del club blanco, en posturas ideológicas que mezclan churras con merinas y en una serie de excusas vagas que argumentan generalizando (todo ello para disfrazar su complejo, la mayor parte de las veces), se ha extendido ostensiblemente una corriente de pensamiento que ha imbuido a un gran número de personas y ha encontrado acomodo en la sociedad. Ser antimadridista es bien visto por todos, es un símbolo de modernidad y de progreso, asignando al Madrid una serie de cualidades tradicionales o arcaicas para justificar sus ataques. Sostienen que “honor” y otros términos son tapaderas de residuos de otras épocas, y critican (cuando no insultan) feroz e injustamente, convirtiendo esa actitud en lo más chic.

   Esas son las motivaciones que encuentro para ser madridista. Pueden parecer demasiado profundas para algo tan ligero como un deporte, y seguro que es así. Pero resulta gratificante hallar argumentos que no se limiten a ver a Cristiano clavando una falta en la escuadra. Que, a fin de cuentas, y para qué engañarnos, es la mayor de todas.

lunes, 8 de noviembre de 2010

El depredador dormido

   Vaya por delante que no pongo en duda la profesionalidad de ningún futbolista del equipo blanco. Todo lo contrario, si algo hay en este Madrid es una actitud encomiable, derrochando solidaridad, a pesar de que la masiva presencia de jugadores de calidad podría hacer creer lo contrario (ya saben, el tópico y tal). Se mete la pierna con dureza, se pelean los balones, se rebañan esféricos... Nada que pueda indicar la indolencia que, para nuestra desgracia, se ha vivido en otras temporadas. Y sin embargo...

   Sin embargo, ayer, mientras veía el partido (de un tiempo a esta parte un trámite burocrático, mal que le pese a los atléticos), no pude reprimir una ligera sensación de mosqueo. El partido parecía resuelto en el minuto 20, y el fantasma de una goleada sobrevolaba el Bernabéu (estadio muy acostumbrado a las etéreas presencias sobrenaturales, por otra parte). Mas en eso se quedó. El Madrid renunció, quizá de manera inconsciente, a seguir batallando a pleno rendimiento. Levantó el pie del acelerador, y el encuentro adquirió tintes soporíferos. El Real se sabía superior, y ni siquiera las ocasiones rojiblancas, que las hubo (como las meigas), lograron estimular su orgullo. Imaginen la escena: el león dormido y un mosquito zumbón revoloteando alrededor tratando de picar (me volverán a perdonar los atléticos, pero su equipo dista mucho de ser una amenaza actualmente. Hubo un tiempo en el que Valeras o Raúles Garcías eran inconcebibles vistiendo esa zamarra. Y a fe que lamento haber perdido un gran adversario). Cuando el insecto se aproxima demasiado, la fiera mueve la zarpa y lo espanta unos instantes, casi con desgana. Sin esfuerzo. Y eso me irritó.

   Me irritó porque era el Atlético, nuestro rival en la capital. Porque estas oportunidades hay que aprovecharlas. El otrora llamado Glorioso venía débil y acongojado a Chamartín, y la ocasión la pintaban calva. Como la del día del Milan para vengar afrentas pasadas, que no cicatrizarán hasta ser devueltas, con intereses. Y no es tanto el resultado, sino la actitud. La lucha, eso que tanto se reclama, las ganas. Barro en las botas y sangre en el ojo. Sin piedad. Si es posible, cuatro a cero. O cinco. O diez. Se consiga o no, eso es otro cantar, pero el sesteo, la abulia, la apatía del que mira hacia abajo (desde una montaña de 400 millones de euros, voto a tal), eso es superior a mí. El especular con el desarrollo del juego vale en empresas menores. Cuando enfrente están tus rivales de verdad, hay que machacar. Intentarlo al menos, y derramar litros de sudor (contra el Racing pueden ahorrárselos). Honrando la camiseta y la historia de ese club que les paga. Porque esas noches se recordarán siempre. Porque cada persona que vea el partido, en el estadio o en su casa, se dará cuenta, a pesar de que una capa de tierra, sangre y césped cubra el impoluto uniforme (como ya decía Bernabéu), de que se trata del Real Madrid.


jueves, 14 de octubre de 2010

Las frustraciones de Inglaterra

   El nuevo fiasco de la selección inglesa en Wembley este martes, empatando a cero ante Montenegro, ha profundizado más en las heridas que el conjunto arrastraba, no ya desde el Mundial, sino muchos años atrás.

   ¿Qué le pasa a Inglaterra? Parece no tener explicación. Su liga es considerada por muchos la mejor del mundo, tienen un puñado de clubes entre los más punteros de Europa (actualmente son los que más equipos aportan a la élite europea por nacionalidad), y la lista de jugadores disponibles no es desdeñable: Lampard, Gerrard, Carrick, Barry, Lennon, Ferdinand, Rooney, Johnson, Cole, Milner, Wright Philipps, Defoe... ¿Cuál es el error para que, año tras año, el combinado de los tres leones en la camiseta eleve la frustración de los súbditos de su Graciosa Majestad?

   Los ingleses argumentan una carencia de patrón de juego definido, más allá del topicazo del balón a la olla, y miran con envidia la estructura que hay en España en las categorías inferiores, donde el talento prima al físico. En las Islas se premia más el choque, el bregar (el término tackling se acuñó allí), el contacto y la lucha, quedando aparcados la creatividad, el talento para combinar, y a veces incluso la técnica individual.

   Sin duda la falta de planificación a nivel de cantera es un lastre, y el no tener un modelo a seguir dificulta aún más la consecución de resultados positivos, pero... ¿y los jugadores? Antes he citado una serie de futbolistas que son catalogados como extraordinarios. ¿Lo son realmente? ¿No hay que tener en cuenta el rendimiento que dan fuera de su (por llamarlo de algún modo) "hábitat natural"?

    Existe una corriente de admiración (bajo mi punto de vista desmesurada) por parte de un amplio sector de la afición y la prensa especializada del futbolista británico (pongamos como ejemplo a Frank Lampard) por unas determinadas características, como el golpeo de media distancia o el coraje y la fuerza con que va al choque, quienes tratan de situarlo a un nivel de calidad que creo no le corresponde. En mi opinión, mucha gente actúa de manera frívola cuando sólo se queda con detalles puntuales de este tipo de jugador. Sin duda a esto contribuye que las virtudes mencionadas, como el disparo desde fuera del área, son muy vistosas (cabe destacar que encuentran más facilidad para su desarrollo y demostración en las Islas, por el tipo de juego y el ritmo que se confiere allí a los partidos), pero caeríamos en un error en obviar las lagunas, bastante sangrantes, que muestran esos mismos futbolistas, que en muchos casos tienen una mayor importancia que la singularidad a la que tanto bombo se le da por su plasticidad y belleza.

   Las aspiraciones de Inglaterra deben tener en consideración sus limitaciones y carencias actuales. La ausencia de patrón de juego es un obstáculo, como lo es el colocar una etiqueta de megaestrellas a tipos que no lo son. Debería evitarse que determinados jugadores, por hallarse en la Premier en un posicionamiento, digamos, elevado, en base a unas virtudes cuya importancia en el juego británico es mucho mayor que en el de otros países, sean considerados como la panacea, cuando, año sí y año también, con Capello, McLaren, Eriksson, etc. no han demostrado esa clase que se atribuía.